A veces, las explicaciones llegan tarde, cuando ya no las
esperas, como el amor, el dinero o la gloria. Mi vida ha sido un cúmulo de
desgracias. Nada de lo que deseé llegó nunca. Ahora, a punto de morir, ha
querido el destino arrancarme una sonrisa. Si las fuerzas no me fallasen
volvería a intentarlo, pero me fallan las piernas, los brazos, la mente. La
lucha se acabó para mí. Lo siento papá.
Todo empezó una tarde de primavera. Mi padre llegó de la huerta
como cada día. Se lavó un poco mientras hablaba con mamá. No escuchaba con
claridad sus palabras pero las de él eran firmes, seguras. Las de ella
dubitativas, asustadas. Cuando salieron de la habitación mi padre me llamó a
cenar mientras mamá preparaba la mesa.
— Tomás, llevas tiempo pidiéndome acompañarnos a las cacerías.
Hoy te vienes conmigo – mi rostro se iluminó como la llama de un candil. – Esta
noche vamos a cazar jabalíes y el Escondío está otra vez con la ciática,
así que tú llevarás mi escopeta y yo la suya – me levanté y abracé a mi padre
como nunca lo había hecho hasta ese momento y corrí a la cocina a contárselo a
mamá.
— No creas que a mí me hace gracia que vayas. Tienes sólo once años
y esas no son edades para andar con una escopeta al hombro. Mi padre la calmó
con un beso en la frente. Durante la cena me contó el plan que tenían pensado y
yo lo bombardeé a preguntas sobre quién iría, dónde dormiríamos y lo que más me
preocupaba: si los jabalíes eran peligrosos.
— De todo lo que podemos cazar en esta sierra ellos son los más peligrosos.
Una embestida y quizás no lo cuentes. Pero no debes preocuparte, no te atacan a
no ser que pasar por encima de ti sea su única escapatoria. Bueno, y las madres
– dijo mirando a mamá – que defienden a sus hijos a muerte.
— Eso tenía que hacer yo – dijo mamá entre risas nerviosas –
echarte a patadas de esta casa para que no te lo lleves – y los tres reímos
felices.
Quedamos en la fuente del Oro: el Soplao, el Arquitecto,
el Murillo chico, el Retamero, mi padre y yo. Ninguno se
sorprendió al verme.